La pena de muerte
La pena de muerte provoca hoy grandes controversias y suscita un cúmulo de preguntas: si la vida humana goza de tal dignidad, ¿puede el Estado disponer de la vida de un ciudadano? ¿Es que un hombre puede llegar a ser tan indigno que merezca la muerte? ¿Una generación tan sensible al valor de la vida puede tolerar todavía la legitimidad jurídica de una ley permisiva de la pena de muerte? ¿Por qué la Iglesia, tan sensible ante el aborto, no condena con igual contundencia la pena de muerte?
Como se ha dicho más arriba, no se puede invocar el quinto precepto, dado que allí el verbo «rechah» no prohibe la «muerte legislada», sino la muerte por capricho o «ilegal». Lo cual supone que puede haber una ley que imponga la muerte al culpable. De hecho, está legislado en el Antiguo Testamento. En efecto, los textos veterotestamentarios que imponen la pena de muerte son abundantes (Lev 24, 17; 21, 14; Ex 22, 18; Ex 22, 17; Lev 20, 6).
No se puede afirmar lo mismo del Nuevo Testamento. Parece que San Pablo admite que las autoridades puedan imponerla, por eso advierte a los cristianos que obedezcan a la autoridad (Rom 13, 4). Pero la predicación de Jesús a favor del amor y del perdón al enemigo fue tan radical (Mt 5, 21-22) que elimina la «ley del talión» (Mt 5, 38-42). Este nuevo espíritu influyó en las primeras comunidades que, sin definirse en el campo teórico, se inclinaron por el perdón y la benevolencia.
Los Padres, si bien tampoco la condenan, ponen dificultades para que se cumpla. Por eso la sospecha sobre el juez que firma sentencias de muerte. Así, los escrutinios para alistar a quienes desean bautizarse rechazan a los que ejercen el oficio de juez. San Hipólito determina: «Debe abandonar su cargo o no será admitido a la Iglesia». Otros testimonios aseveran que, si durante el ejercicio, han firmado alguna pena capital, no podían comulgar. En otros casos, durante el tiempo que desempeñasen el cargo, no debían tomar parte en el culto. El siguiente texto de San Ambrosio confirma esta praxis:
«Aquellos que juzguen que se debe imponer la pena de muerte, no se encuentran fuera de la Iglesia, sino que son alabados por cuanto, voluntariamente, se abstienen de la comunión» (Epistola, XXV).
Pero, lentamente, los cristianos fueron admitiendo el estado constituido y los testimonios decrecen, de modo que el Papa Inocencio I (401-417), preguntado sobre su licitud, contesta: «Sobre este punto nada hemos leído transmitido por nuestros mayores» (Epistola ad Exuperium, VI, 3, 7-8).
En el siglo XII, la época de los grandes juristas y teólogos, es común la sentencia sobre la legitimidad jurídica de la pena de muerte. Testigo de esta aceptación es la siguiente sentencia del Papa Inocencio III (1208): «De la potestad secular afirmamos que sin caer en pecado mortal puede ejercer juicio de sangre, con tal de que para inferir el castigo no proceda con odio, sino por juicio; no incautamente, sino con consejo» (Dz 426). Esta misma doctrina es defendida por Santo Tomás, que se propone el tema de modo expreso y lo trata ampliamente. A partir de este fecha, teólogos y Magisterio aceptan de modo unánime la licitud de la pena de muerte. Estos son los argumentos que proponen para legitimarla:
- Le intimación del criminal.
- Le legítima defensa de la sociedad.
- Le restauración del orden jurídico del Estado.
- El sentido de la retribución justa.
- Sentido de la indignidad del delincuente.
Es cierto que, a partir del siglo XVIII, surgen corrientes de juristas que impugnan su legitimidad, pero no logran crear un estado de opinión favorable. De hecho, la licitud apenas si se cuestiona hasta fecha reciente, en que la nueva cultura, los cambios sociales, así como las seguridades que pueden tomar los Estados para defenderse del delincuente imponen que se revise esa legitimidad. Por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia Católica se mueve en esta línea:
«La enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en caso de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte» (CEC, 2266).
Pero, seguidamente, explica que, si la autoridad pública dispone de medios incruentos «para proteger el orden público y la seguridad de las personas», la autoridad debe posponer la pena capital y usar los medios incruentos, «porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana» (CEC, 2267).
Un marco legal aún más restringido es el que le deja la Encíclica Evangelium vitae. Juan Pablo II subraya «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte> incluso como instrumento de 'legítima defensa' social» (EV, 27). Por ello, los pretendidos fines que se propone la pena de muerte -reparar «la violación de los derechos personales y sociales», «preservar el orden público y la seguridad de las personas», «intimación del delincuente», etc.- no justifican una legislación en favor de la pena capital:
«Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas v decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamene inexistentes» (EV, 56).
No es fácil deducir la legitimidad de la pena de muerte a partir de argumentos racionales. No obstante, aun aceptada la legalidad, significaría un gran avance para la educación a favor de la vida que se renunciase a su defensa. A este respecto, los autores cada día se sitúan más del lado de quienes niegan su legitimidad.
(extraxto del texto Pbro. Luis Rifo F.)
lunes, 13 de abril de 2009
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Gracias, me ha sido significativo para mi clase.
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